A veces lo único que nos queda es una pared desconchada,
un fondo sepia en el que escribir palabras
o dibujar pájaros imaginarios que pasan,
gotas de lluvia con color de lápices del número cuatro.
Y otra vez la silueta de ese perro negro
que llevas soñando desde la infancia.
Alguien te contó que no había paraísos en ninguna parte.
Y desde entonces te aferraste al sueño imposible
de seguir buscándolos detrás de todas las miradas.
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